Juán Pedro Baró y Catalina Laza.

Quizás el romance más transgresor de La Habana del siglo XX fue el que tuvieron Catalina Laza y Juan Pedro Baró. Ella casada y madre de dos hijos. El, un comerciante de gran fortuna.

El flechazo fue tan grande que la joven rompió el aparente equilibrio de su matrimonio y desafió los convencionalismos de aquellos años para vivir a plenitud aquella pasión que la unía a Juan Pedro.

Al comienzo fueron discretos, y como todo amor prohibido se veían a escondidas, sin embargo, los deseos de estar juntos a toda hora no se hicieron esperar. Por tal motivo decidieron hacer público sus sentimientos.

El esposo de Catalina le negó el divorcio, pero eso no influyó en la decisión de estar con su amado Juan Pedro, aunque el precio fue alto.

Cuentan que en una ocasión fueron al teatro y su presencia escandalizó tanto a los espectadores que estos se retiraron hasta dejar la sala vacía.

Solo quedaron los amantes, para quienes los actores ofrecieron una función exquisita, la que Catalina agradeció lanzando sus joyas.

Amar contra viento y marea

Tras un tiempo decidieron marcharse de Cuba y llegaron a Francia, donde se casaron bajo las leyes de ese país europeo y juraron amor eterno ante la tumba de Romeo y Julieta.

En 1917, el entonces presidente de la República de Cuba, Mario García Menocal, firmó la Ley del Divorcio y registró oficialmente la separación de Catalina Laza y su primer esposo Luis Estévez Abreu.

Luego de conocer la noticia, la pareja regresó a La Habana y como muestra de su amor, Juan Pedro financió la construcción del palacete que actualmente se erige como la Casa de la Amistad, en la capital cubana.

Con no pocas extravagancias se levantó una mansión de estilo ecléctico y renacentista para cuya edificación se trajo mármol de Italia y aren del Nilo.

Un detalle especial fue su jardín, en el cual quedó plantado un rosal único llamado «La Enamorada». Nacida de un injerto, una flor de un rosado tierno reinó en él: de pétalos cerrados, la rosa Catalina Laza semejaba la piel nacarada de la joven.

Unidos hasta el final

Al concluir la construcción de la propiedad a finales de 1920, la aristocracia que los rechazó durante un tiempo ahora los adulaba. Catalina y Juan Pedro dejaron atrás rencores y se concentraron en disfrutar de una felicidad que no duró muchos años.

El 3 de diciembre de 1930 se cerraron para siempre los ojos azules de Catalina. En medio de su dolor, Juan Pedro ordenó la construcción de un altar luctuoso, cuya cúpula reproduce a través de los cristales la rosa que llevaba su nombre.

Ubicado en la avenida principal de la Necrópolis de Colón, la capilla semicircular de mármol blanco y granito negro exhibe dos ángeles arrodillados en las puertas principales.

Catalina fue trasladada a ese monumento el 21 de abril de 1932, sitio donde fue inhumada con todas sus joyas como una reina. Una década después dejaba de latir el corazón ardiente de Juan Pedro, quien pidió que lo enterraran de pie para custodiar, aún en la muerte, el eterno sueño de su amada.

El hombre tras la leyenda.