La última resistencia del 44° Regimiento en Gundamuck. Óleo de William Barnes Wollen (1898) Chelmsford Museum, Essex. Foto: Public Domain
La vendetta siciliana es archifamosa, al punto de trocarse esa palabra italiana en sinónimo de venganza universal, pero hasta Alejandro Magno, el mayor conquistador de la historia, tuvo en cuenta otra peor, cuando dijo: “Que Dios los guarde del veneno de la cobra, los dientes del tigre, y la venganza de los afganos”.
Los afganos, un pueblo guerrero por antonomasia, han permanecido siglos en su agreste país, siendo invadidos una y otra vez por otros pueblos e incluso imperios. Todos con un mismo resultado: los aspirantes a conquistadores han sido derrotados en Afganistán. Nadie ha podido mantenerse ni mucho menos llamarse amo de esas tierras, más que su gente.
A tenor con los recientes sucesos de la retirada de las tropas extranjeras de Afganistán, el derrumbe del; a todas luces; mal llamado Ejército Nacional ante los talibanes y la veloz conquista por estos de todas las provincias, incluyendo las ciudades, han vuelto a la palestra las historias de macedonios, ingleses y soviéticos.
Una de las más ilustrativas del por qué Afganistán nunca ha sido conquistado, es la del desastre inglés de 1842. Aunque no fue del ejército regular, sino el de la Compañía Inglesa de Comercio para las Indias Orientales, este era un cuerpo eficaz con experiencia de guerra, además de foguear a gran número de oficiales, entre ellos incluso el duque de Wellington.
PREÁMBULOS DE UN DESASTRE
En 1838 el imperio ruso aspiraba a expandirse hacia la India y la Compañía ocupó Afganistán para cerrarle el paso. Moscú prometió ayuda a quienes se rebelaban. Así empezó el conocido como “Gran Juego” que llevó a tierra afgana, 9.500 soldados, 7.000 aliados afganos y hasta las familias de los cipayos, lo que sumaba unas 38.000 almas.
Y ocuparon Kabul sin combatir, dejaron parte de las tropas con William Macnaghten como gobernador. Empezaron los errores con el mayor: tratar de “occidentalizar” la ciudad, destituyeron como emir a Dost Mohammed Khan pues creían se entendía con los rusos, lo que molestó a muchos afganos.
El hijo de Dost, Akbar Khan, fogueado guerrero que había formado filas con los británicos contra los sij en la India, llamó a una rebelión contra ellos con el apoyo de las tribus rurales, donde la obediencia a las autoridades no pasaba por el miedo a su fuerza guerrera, más bien por el soborno a cambio de paz.
Y MacNaghten dejó de pagar, con lo que cometió otro error. Akbar Khan pudo reunir un ejército estimado en 30.000 hombres, con los que adoptó la guerra de guerrillas, ideal en la tierra montañosa y agreste. Redujo paulatinamente la movilidad de los británicos y su control de la región.
Para completar el preámbulo del desastre, Cotton fue relevado y entró en escena el mayor general Sir William Elphinstone, militar escocés veterano de Waterloo pero muy envejecido y con mala salud, en resumen, según su compañero de armas William Nott: “el soldado más incompetente jamás llegado a general”.

COMIENZA LA VENGANZA DE LOS AFGANOS
Y Elphinstone fue lo que se avizoraba: incapaz e incompetente. Sin cuarteles de tropa dentro de Kabul y con el traslado a Jalalabad del general Robert Sale; uno de los mejores oficiales; llevando parte de los efectivos, quedaron 4.500 hombres, muchos cipayos, y 690 europeos. Akbar Khan decidió que era hora de la insurrección total y esta empezó.
El general escocés siguió sin saber qué hacer y dio aire a las llamas de la rebelión. El almacén de provisiones del ejército en Kabul fue asaltado y las tropas, en sus cuarteles, no pudieron hacer nada. Se acercaba el invierno y los pasos de montaña quedarían cerrados por la nieve, impidiendo el abastecimiento exterior.
Y, por supuesto, los afganos contaban con ello. Elphinstone mandó a parlamentar a McNaghten. Pero tras fingir tregua, los afganos lo asesinaron y arrastraron su cadáver por las calles de Kabul. El gobernador se rindió el 1° de enero de 1842, entregó casi todas las armas y pólvora a cambio de paso franco a Jalalabad, lo que prometió Akbar Khan.
Cinco días después la columna de 700 oficiales británicos, 3.800 cipayos y 12.000 civiles, se ponía en marcha para recorrer 140 km de montañas nevadas y el Paso del Khyber, desfiladero de 1.600 m de alto que une Afganistán con Pakistán, cuya parte más estrecha no suma 16 m de ancho.

SIGUE LA VENGANZA DE LOS AFGANOS
En Kabul quedaron los enfermos y heridos, bajo el acuerdo de que serían atendidos, pero apenas la columna se retiró, todos fueron pasados a cuchillo y los barracones incendiados. En el camino, la interminable columna marchaba lento y desorganizadamente, con seguidos descansos que solo consiguieron retrasar y dejar a todos helados.
Y con los mismos fusiles británicos, los afganos emboscados tirotearon al ejército, les arrojaban piedras desde los farallones o asaltaban la columna al degüello y desaparecían antes de que las sorprendidas tropas pudieran reaccionar. Solo tres días después, las bajas eran cerca de 3.000.
Muchos efectivos desertaron, intentando volver a Kabul y murieron en el intento, otros se congelaron. Akbar Khan, propuso la entrega de mujeres y niños como rehenes y pago de su rescate al llegar a Jalalabad. Como los cipayos no tenían dinero para ese canje, sus esposas murieron junto con las criadas y todos los demás prescindibles.
Y le llegó el turno a Elphinstone, que insistió estúpidamente en parlamentar con Akbar Khan en su campamento, y ya no regresó. Moriría tres meses después en cautiverio. Apenas unos 200 hombres, bajo el mando del general John Thomas Anquetil, retomaron la huida para caer casi todos en el alto de Jugdulluk, frente al paso bloqueado por una barrera de espinos.

EL COLOFÓN DE LA VENGANZA
Solo unos 70 hombres, entre soldados y oficiales británicos salvaron la barrera y escaparon de la masacre hacia un pueblo llamado Gandamak. Se batieron hasta la muerte, quedando solo siete soldados, un sargento y el capitán Souter, hechos prisioneros. De la caballería solo se salvó uno: William Brydon.
Y Brydon se salvó porque el ejemplar de la revista Blackwood’s Magazine, con el que forró el sombrero para protegerse del frío, amortiguó el sablazo a su cabeza y un afgano lo escondió y le dio su caballo. El 13 de enero, Brydon llegó a Jalalabad, montando en el bruto que moriría casi al cruzar las puertas de la guarnición, con su sable partido por la mitad.
Al preguntarle por el ejército salido de Kabul hacía una semana, el exhausto sobreviviente solo atinó a decir: “Yo soy el ejército”.